Hace dos años, tuve una impresionante
conversación con los alumnos de 4º. Uno de ellos dijo: “No quisiera ser un
docente mediocre”. Otra confesó que no sabía qué hacer con un texto, frente a
los alumnos. ¿Cómo interpretar esto? Creo que es obvio: lo que nos estaban
exigiendo era que mejorásemos el nivel de nuestra enseñanza, no que les
facilitáramos la aprobación a cambio de enseñar menos. ¿Qué puede obtener de
sus alumnos, salvo desprecio, un docente que no sabe su materia? ¿Y cómo puede
saberla si no estudia todos los días, si no estudia siempre? ¿Qué ejemplo puede
ser para los jóvenes de hoy, presuntamente solos y desorientados, un profesor
ignorante, facilista y demagógico? En mi escuela secundaria tuve muchos
profesores, pero recuerdo con admiración a unos pocos. Entre ellos al profesor
Gay, que nos daba Geografía en primer año. Jamás dedicó una clase a algo que no
fuese su materia; jamás nos aburrimos y jamás nos fuimos sin haber descubierto
algo. Un día de lluvia torrencial, como éramos muy pocos para iniciar un tema
nuevo, nos invitó a calcular cuánta agua caía en una lluvia como aquella, en un
área dada. ¡Era un océano cayendo del cielo! Y él era un gigante, porque
enseñaba el asombro. Entre tantas cosas memorables, nos enseñó por qué la
Tierra es más ancha en el ecuador que en los polos; para que lo entendiéramos,
recurrió a un ventilador que estaba en el aula... Ese conocimiento me abrió la
puerta de muchos otros, y el método que empleó para hacerlo accesible me sirvió
siempre de modelo para mi tarea docente. ¡Jamás se nos hubiera ocurrido pedirle
que enseñara menos!
Hoy enfrentamos otro mal, que ya tiene
sus años. El docente propone a los estudiantes investigar, internet los hace
caer en la tentación de recortar y pegar; recortar y pegar, a menudo sin tino,
respuestas prefabricadas; actividad que el docente recibe como una estafa
tranquila, casi inocente, que para colmo debe corregir y evaluar como si fuese
realmente producción de los alumnos. Últimamente, los profesores tenemos que
aguzar el ingenio para que éstos se vean obligados
a producir algo propio. ¿Qué quiere decir esto? No es ningún enigma: quiere
decir que no contamos a priori con la
colaboración de los alumnos. Por supuesto que hay honrosísimas excepciones. Pero,
en definitiva, la existencia de internet, con todas las ventajas que ofrece,
genera un monstruoso equívoco. Quien recorta y pega tiene la ilusión de haber aprendido,
cuando en realidad no tiene la menor idea de lo que ha puesto, porque no suele
tomarse siquiera el trabajo de leerlo.
Se insiste mucho en el aprendizaje significativo y en la
recuperación de conocimientos previos. Ningún docente que tenga una mínima
competencia en su profesión deja de tener en cuenta estos factores; si no los
tiene en cuenta, no es docente de verdad y ninguna prédica podrá convencerlo.
Pero es fácil tergiversar ese mensaje y ceder a los alumnos todo el espacio,
a ver qué aportan. Esto me parece inadmisible. Equivale a vaciar el aula,
significa una educación sin contenidos. Y esto es tan viable como una justicia
sin leyes o una salud sin ciencia. Creo, además, que los estudiantes de todos
los niveles van a la escuela en busca de algo; una escuela que sólo ofrezca un
espacio vacío, una caja de resonancia para sus problemas, los defraudará necesariamente.
Si vamos a hablar en el aula de lo mismo que hablamos en casa o en la calle,
¿para qué la escuela? ¿O en qué se diferenciaría la escuela de un club?
Me parece advertir debajo de esta
prédica un viejo supuesto no analizado: lo que llamaría yo “el prejuicio
sartriano contra la evasión”. Según esta doctrina, quien tiene un problema no
puede hablar de otra cosa, debe enfrentarse con él hasta superarlo. No adhiero;
Ernesto Sabato cuenta que cuando era chico y se sentía abrumado por la
angustia, fue para él un bálsamo asistir a una clase de geometría: en ese espacio
cristalino, no había lugar para el dolor; mientras duraba la clase, su alma
torturada se aliviaba de sus penas. De hecho, la evasión no sólo es una de las maneras
con que el ser humano sobrevive a sus desdichas, sino que es la única que nos
permite ver nuestros problemas desde otro ángulo. Salir de la lógica de los
discursos trillados, de las palabras mecánicamente repetidas, de las
interpretaciones convencionales, que, por serlo, nos impiden ver una solución.
Parece mentira que yo me vea ahora precisado de justificar por qué la escuela
tiene que enseñar, pero la ideología imperante me lleva a esto. La escuela
tiene que enseñar porque para eso existe; y si lo hace, además, ayudará a
muchos a encontrar una respuesta personal a sus asuntos, aunque no hable de
ellos, y sobre todo si no habla de ellos.
En esto radica el valor curativo del conocimiento y ésta es también la raíz
misma del arte y de la literatura, cuya forma esencial es la parábola. Homero
no nos dice que la compasión vence al odio, porque con eso no nos diría nada
que no podamos poner en duda y olvidar enseguida. Nos cuenta, en cambio, la
historia del viejo Príamo besando las manos homicidas de Aquiles, y esa
historia es inolvidable y nos alimentará hasta el último día. De un modo
semejante, una lección de geometría no nos dice cómo convivir con un padre
golpeador, pero al menos nos muestra que hay un mundo adonde los golpes no
llegan.
Se dirá que en la formación superior los
estudiantes tienen mucho para decir y que tenemos que darles el espacio: por
supuesto que sí, y entiendo que en la mayor parte de las materias se les ofrece
la oportunidad de participar y de aportar. Pero mi experiencia es que esta
participación ha ido decayendo. En los primeros tiempos del Profesorado, era
realmente fantástica: me bastaba con nombrar un libro en una clase, para que a
la siguiente varios me dijeran que lo estaban leyendo. Si yo cometía un error
en la exposición, pronto alguien me lo señalaba. Si soltaba una opinión
discutible, me la discutían. Estaba siempre en ebullición el amor al saber, o
sea, lo que en griego se llama filosofía.
Siento que poco a poco esto, aunque todavía existe, ha perdido fuerza. Ignoro la
causa. No obstante, el Profesorado de Lengua ha sido y sigue siendo un lugar
lleno de vida. A lo largo de los ocho años que llevo en él, me ha dado
incontables motivos de satisfacción, de alegría y de asombro. ¡Cuántas veces no
me he pellizcado, para ver si no estaba soñando, al pasar por un pasillo y
escuchar a los estudiantes hablar de
literatura! Por esta razón me he negado y me niego a pensar siquiera en
rebajar el nivel de los estudios, para halagar al mediocre, al haragán o al
avivado. Me niego, como me negué siempre, a la expectativa de quienes esperan
que el profesor les dé todo servido: que les resuma en algunas hojas (pocas, en
lo posible) lo que deben repetir para aprobar la materia. Me niego al
facilismo, porque es un insulto a la inteligencia de nuestros estudiantes: al
menos de los buenos, que son los únicos que merecen nuestros desvelos. Los
haraganes, ¡que en buena hora se vayan a su casa!
Todos los que queremos un país mejor
estamos a favor de la inclusión;
no estarlo sería un crimen; pero confundir inclusión con demagogia sería fatal. No podemos
apoyar la inclusión al precio de vaciar la escuela. No podemos perder de vista
que de la educación pública salen, deben salir, los futuros maestros, médicos,
jueces, policías, militares, economistas y gobernantes de nuestro pueblo. ¿O
vamos a cederle el “privilegio” de la calidad a la educación privada? ¿O vamos
a defender la escuela pública abriéndola a todos pero no instruyendo a nadie?
¿Qué escuela es la que no enseña matemática, ni geografía, ni lengua, ni
historia? Mis preguntas son obviamente retóricas, pero creo que las respuestas
las tenemos todos. Los resultados están a la vista y no han cambiado en los
últimos ocho o nueve años. Hace un mes, una alumna de la universidad tuvo que
admitir, en un examen, que no sabía en qué año llegó Colón a América.
Creo también que, sin perjuicio de que quitemos algunas correlatividades en
nuestro Profesorado, hay otras preguntas que podríamos hacernos. Por ejemplo
ésta: ¿De qué modo el concepto de que conocer es un placer mejoraría
el paso de los estudiantes por las escuelas, mejoraría incluso su calidad de
vida, y luego, a la sociedad en su conjunto? ¿Qué consecuencias sociales,
políticas y económicas tendría la difusión de ese concepto? Si en lugar de pensarlo
como una tortura, aprender se imaginara como una aventura mágica; si en vez de
fútbol para todos y tinelli y susana giménez (que sólo merecen minúsculas), los
modelos públicos se vincularan con la aventura del hombre por conocer su
universo; si en lugar de felicitarse a sí misma durante horas, nuestra
presidenta les dijera a los jóvenes argentinos: “¡Aprendan! ¡Estudien! ¡Hagan
un esfuerzo! ¡Rómpanse enteros por ser mejores!”, o mejor todavía, repitiendo a
Horacio: “¡Atrévanse a
saber!” Y en fin, si realmente se abriera un debate público,
si se escuchara la voz de los docentes y de los alumnos y se pusiera todo el
esfuerzo del país en salir de la tragedia educativa... ¿qué
pasaría? ¿No cambiaría algo en la sociedad? ¿No mejoraría nuestra calidad de
vida? ¡Incluso es probable que mejoraran las estadísticas! Pero no pasa nada de
esto, o al menos yo no lo percibo. Aunque a lo largo de los últimos ocho años
ha habido signos positivos en distintos órdenes, no creo que en lo referente a la
escuela pública estemos de veras en “otro país”. La prueba palmaria es que
desde el gobierno se vuelve a atacar a los docentes, a responsabilizarnos de
todo lo malo, a rebajarnos el sueldo y a cargarnos con más y más imposiciones y
sospechas en bloque, que nos quitan
el deseo de enseñar. Y de aprender.
No quiero caer en lo mismo: no quiero atacar al gobierno ni defender al
gremio en bloque. Imagino que no ha
de ser fácil encontrar caminos de solución, aun contando con todo el poder político, y sé de sobra que
hay malos docentes, que no cumplen con su tarea, que faltan más de lo que
asisten y que son, en fin, una vergüenza para nuestra profesión. Pero allí debe
estar, de parte de quienes gobiernan el Estado, la decisión política de controlar lo que sucede en las aulas.
Eso, que no sale en las estadísticas sobre deserción, es decisivo. Casi me
avergüenzo de escribirlo, por obvio: lo que pasa dentro del aula es lo que
decide si un niño aprenderá a leer y escribir y si un futuro docente sabrá algo
de lo que debe enseñar o deberá limitarse a seguir sumisamente las consignas de
los libros escolares, escritos por quién sabe quién bajo la dirección de una
empresa comercial. Si nuestra escuela pública garantizara el control de
la tarea docente y el castigo de quienes no la cumplen, muchas cosas
cambiarían. Pero la realidad es que el sistema castiga al que más trabaja.
Porque si un mal, un pésimo docente deja pasar a todos, sin importar si aprendieron
o no, ¿qué castigo tendrá por ello? Terminará antes su trabajo y no tendrá que
enfrentar críticas de nadie. Por una perversión completa del valor de educar,
tácitamente se premia al negligente, mientras se hostiga y se hace sufrir a
quien toma en serio su tarea.
Mientras el conocimiento sea visto, socialmente, como una especie de mal necesario, como una obligación que atendemos en el entretiempo de Arsenal-Villa Tachito o mientras miramos de reojo “haciendo-el-ridículo-por-el-sueño-de-ganar-plata-sin-trabajar”, y sobre todo, mientras quienes se esfuerzan por alcanzar y difundir el conocimiento sean puestos en la picota, ridiculizados y despreciados, incluso por medio del salario, nada podrá mejorar, por mucho que les facilitemos el camino a los estudiantes, reduzcamos los contenidos a menos del mínimo, les demos recuperatorios semana por medio, eliminemos las amonestaciones y quitemos las correlatividades. Las reformas pueden ser buenas, pero no bastan. Las innumerables reformas a que he asistido en mi carrera, sin excluir las presentes, invariablemente suponen al docente como un mero ejecutor de ideas ajenas y no como un profesional responsable. Esto no ha cambiado. Tampoco basta con fundar escuelas, por importante y encomiable que esto sea. El hospital es imprescindible, pero el que cura es el médico; y si el médico falla, el hospital ha fracasado, aunque cuente con la última tecnología. Análogamente, es imprescindible tener más escuelas y escuelas bien equipadas; pero mientras no cambie la situación de los docentes, la supervisión de la tarea docente y la valoración social de esa tarea, nada cambiará. Mientras parezca normal que un ministro o un diputado cobren sueldos que son diez veces el de un maestro de grado, nada habrá cambiado. Seremos cada día un poco más ignorantes, un poco más provincianos, un poco más dependientes.
Espero que estas reflexiones reabran el debate y que no se sientan como una
descalificación de esfuerzos constantes, que conocemos y reconocemos todos.
Prefiero ventilar mis críticas, antes de dejar que se me pudran dentro, y
compartir mi visión de algo que sin duda nos concierne a todos por igual. La
educación, no hace falta siquiera decirlo, no es patrimonio de un gobierno, ni
de las instituciones, ni de los docentes: es un bien social, como la salud
pública y la administración de justicia. Es evidente también que a nosotros,
docentes y futuros docentes, debe ocuparnos más que a nadie. Repitiendo a uno
mucho más sabio, diré finalmente que si hablo de este modo, por encontrarlo
oportuno, “no es para mal de ninguno, sino para bien de todos”.
Afectuosamente, Alejandro Bekes